No fuimos al Norte a juntar flores*

Don Miguel Gutiérrez es originario del poblado alteño de San Diego de Alexandría, allí de boca de su padre, paisanos y amigos aprendió todo lo necesario para sacarle provecho a la alternativa migratoria. Pero su padre, bracero y trabajador migrante por muchos años, no quería que su hijo tomara el mismo camino. Si él había gastado su vida en el Norte, era precisamente para que sus hijos no tuvieran que hacer lo mismo. Poco pudo hacer en ese sentido, sus tres hijos estuvieron en el Norte, lo único que logró fue inculcarles una obsesión, la necesidad de volver.

La historia de Don Miguel es sin duda peculiar. Su objetivo en la vida era trabajar como profesional sus propias tierras y dejó pasar lo que para otros serían muy buenas oportunidades por cumplir con su meta. Primero fue maestro y trabajador migrante hasta que logró llegar a ser líder sindical y legalizar sus su situación en Estados Unidos; luego fue estudiante universitario y maestro y logró terminar sus estudios profesionales como agrónomo. Pero el mismo día que se recibió optó por irse a trabajar al Norte, para ahorrar dinero y poder comprar tierras y un tractor.

Al comienzo era la burla de sus paisanos, pero poco a poco fueron comprendiendo su tirada. Tuvo varios empleos y cuando había logrado conseguir un buen trabajo y una buena reputación se cumplió el plazo por el mismo fijado para regresar.

Ahora trabaja en México, en su pueblo, como agricultor de su propias tierras, sujeto a las inclemencias del temporal y las vicisitudes que tienen que sufrir los que siembran maíz.

*Entrevista realizada por Víctor Espinosa, en San Diego de Alejandría, durante el mes de mayo de 1992.


Mi padre nació en 1922, trabajaba como regador oficial en la hacienda San Fernando, propiedad de Don Isidro Gonzales; desde muy chico ayudó a mi abuelo en las labores del campo, a los 12 años lo mandaron a la escuela, cuando terminó el tercer grado se fue del pueblo, al seminario de Lagos, a continuar la primaria, pero sólo estudió pocos meses, pero, como mi abuelo se quedó sin trabajo, cuando la hacienda de San Fernando fue repartida a los agraristas de San Juan, en 1937, regresó y, durante dos años, lo ayudó a sostener a la familia.

En esos años las cosas empeoraron en el pueblo, tanto que algunos emigraron a la Ciudad de México, mi papá recibió noticias de que allá había mucho trabajo y decidió probar suerte en la capital. Salió en 1940, tenía 18 años, llegó a vivir con unos amigos. Trabajó un tiempo como empleado de una tienda, después en un taller de muebles, hasta que encontró trabajo como obrero, en la fábrica de refrescos Mundet.

En agosto del 42 escuchó, en la radio, que todo aquel que quisiera irse a Estados Unidos a trabajar legalmente se dirigiera al centro de contratación que estaba instalado en el estadio de fútbol; me cuenta mi papá que, a pesar de la intensa propaganda que hizo el gobierno, circuló el rumor de que era una trampa para llevar mexicanos a la guerra; recuerda que ese rumor se regó porque en mayo, de ese mismo año, los alemanes hundieron el buque "Potrero del Llano" y México se vio obligado a entrar oficialmente a la guerra, además en agosto entró en vigor la Ley del Servicio Militar Obligatorio y el miedo de la gente aumentó cuando se empezaron a realizar apagones y ensayos de emergencia en algunas colonias.

Un día, me parece que fue en octubre, mi papá iba en el camión rumbo al trabajo, pasó frente al Estadio y vio las colas de gente que esperaba turno para irse de bracero, decidió bajarse del camión y se formó a ver qué pasaba; mientras esperaba turno recordó que mi abuelo alguna vez le había dicho que sí llegaba a ir al Norte nada más no se fuera de contrabando, él había ido a Estados Unidos en 1910 y estuvo a punto de ahogarse al cruzar el Río Bravo.

Cuando le tocó turno, lo primero que hicieron fue revisarle las manos, como había sido campesino, las tenía aún llenas de callos; también le hicieron un chequeo médico. Al tercer día salió rumbo a Estados Unidos en ferrocarril, con viaje pagado, comida y casa; me cuenta que el tren era de quince vagones, repletos de brazos para los gringos, además traía una banderita blanca en el último vagón.

Llegaron a Ciudad Juárez y ahí los dividieron, le tocó en un grupo formado por pura muchacha que no conocía el Norte, cuando le dijeron que le iba a tocar el Valle Imperial, se imaginó un lugar en verdad bonito.

Cuando llegaron, dice mi padre, todos se llevaron una sorpresa, eran unos ranchos rodeados de desierto, apartados del pueblo, con rancheros que trabajaban con caballos percherones y uno que otro tractor, se decepcionaron más cuando les mostraron sus casas..., pero de campaña, donde iban a dormir.

Empezaron a trabajar de inmediato en la siembra del melón, eran jornadas de doce horas diarias, de seis de la mañana a seis de la tarde; a los seis meses iba a comenzar la pizca del melón, pero se le terminó el contrato y se regresó al pueblo, en mayo, creo, de 1943; me cuenta que llegaron, todos los que habían ido, con buenas chamarras, buenos pantalones y muchos dólares.

En ese mismo año volvió a contratarse, esa vez lo mandaron a San José, California, a trabajar en el tanque, en una cuadrilla ambulante de tendido y cambio de vías, trabajaba diez horas, le pagaban 57 centavos, diez centavos más que en el Valle Imperial, pero el trabajo era durísimo, había que mover los rieles, entre doce gentes, con unas pinzas llamadas troncas; tenía más de un año cuando llegó la noticia de que había terminado la guerra, ya no quisieron renovarles contrato, se regresó a San Diego el último día de diciembre de 1945.

Cuando llegó encontró a mi abuelo muy desmejorado, murió en marzo del 46, se quedó a cuidar lo que le había dejado: un garbanzo sembrado y unos cuantos animales; ya no se pudo ir al Norte.

Ese año, en cuanto levantó la siembra se fue de nuevo a Estados Unidos; una vez se contrató en Irapuato, le tocó ir al estado de Montana, a la agricultura, porque ya no había trabajo para los mexicanos en la industria, sólo en el puro campo, trabajó en el desahije del betabel, con un azadoncito conocido como el "cortito", famoso porque tenían que andar agachados todo el día.

Esa vez le pagaron por contrato, según los sacos que pizcara; sólo dejaron a seis braceros, cinco de San Diego y uno de Arandas, para que hicieran todo el trabajo en dos meses, porque los iban a llevar a Wisconsin , a la cosecha de la papa, los últimos días trabajaron hasta las diez de la noche para poder terminar el trabajo.

Se los llevaron en tren hasta Wisconsin, pero llegaron antes del tiempo de la papa, mientras tanto los metieron a pizcar cherry, en unas cubetitas, angostitas de abajo y amplias de arriba, que les pagaban a 25 centavos, mi papá apenas sacaba para la comida, además no les pagaron hasta que terminaron el trabajo por temor a que desertaran, como eran estados muy alejados no era tan fácil encontrar gente para trabajar en los ranchos; estuvieron varias semanas y el tiempo de la papa no llegaba; entonces mi papá se comunicó con un compadre que andaba trabajando cerca y tenía una hermana en Chicago, aprovechando que andaban cerca; se animó porque traía dinero, gastaba poco y en ese tiempo no se había casado todavía con mi mamá.

Se fueron en tren, viajó, durante quince horas, con algo de miedo porque era una novedad andar de ilegal, me cuenta que a cualquier gringo que veía con uniforme lo confundía con los de migración.

En Chicago llegó a la casa de la hermana de su compadre. Consiguió trabajo de inmediato en la empacadora, le pagaban a 95 centavos y trabajaba de ocho a diez horas; su tarea era simple: poner salchichas en unas canastillas con ruedas para que las mujeres las empacaran, había trabajado apenas tres meses cuando llegó el mes de diciembre, su compadre y él comenzaron a platicar sobre las fiestas en el pueblo: las vueltas a la plaza, las serenatas; como estaban solteros se regresaron a San Diego, por la pura nostalgia; pero cuando llegaron a la frontera, al bajar del camión, los pescó la migración, en Laredo, y los enjaularon en un sótano por algunos días, después los llevaron hasta el otro lado del puente y los dejaron en libertad en el lado mexicano. Llegaron a San Diego el 6 de enero, dos días antes de que terminaran las fiestas patronales. Llegando mi papá, le ofrecieron trabajo en la presidencia, como tesorero, no sabía nada de política pero como mucha gente se iba al Norte, además eran pocos los que sabían leer y escribir; sin darse cuenta pasó diez años trabajando en la presidencia, y sin salir de San Diego, hasta que en 1962, entró de presidente Samuel Correa, no se entendieron y fue desplazado de su cargo. Decidió regresar de nuevo a Estados Unidos.

Pero ya no se fue como bracero, en ese año, un primo hermano se ofreció ayudarle para que arreglara sus papeles, como tenía buenas relaciones con el patrón del rancho donde trabajaba, le consiguió una carta de "promesa de trabajo", donde el ranchero lo solicitaba para trabajar, el trámite le llevó seis meses.

Se fue en agosto de 1962 a Santa María, California, con su primo, a trabajar pizcando fresa, pero pagaban muy poco, además de que las fresas no le gustaron ni para comérselas; después de dos meses se acabó la temporada y prefirió regresar a su pueblo.

Al año siguiente se fue a Soledad, California, con una hermana, su marido se la había llevado a vivir, y un tío, que había sido el primero de San Diego en llegar a ese lugar, ya había empezado a acomodar a otros parientes del pueblo; su primer trabajo fue lavar platos en un campo donde daban de comer a los braceros, no le gustó porque le pagaban apenas 50 dólares a la semana, duró una semana y fue a pedirle trabajo a su tío, éste le dijo que en el rancho donde trabajaba sólo había vacante un puesto de regador, pero le advirtió que era muy pesado:

-Te mojas mucho y los que trabajan ahí se quejan de sufrir reumatismo, lo bueno es que siempre hay trabajo y te dan muchas horas al día.

Mi papá le contestó que no había ido al Norte a juntar flores; le dieron el puesto de regador, trabajaba catorce horas diarias, comenzaba a las seis de la mañana, cuando todavía estaba oscuro, y salía en lo oscuro; no necesitaba pagar renta porque vivía en el rancho. El trabajo le gustó, lo aprendió bien, se quedó a trabajar veinte años en la misma actividad; iba y venía: de seis a ocho meses trabajaba en varios ranchos y luego regresaba a San Diego, donde pasaba la otra parte del año trabajando sus tierras, 60 hectáreas que compró 1964, gracias al Norte, llegó a tener hasta cincuenta puercos y diez vacas. En 1970 volvió a ir a Chicago, porque en el pueblo los amigos le decían que se ganaba más y se trabajaba menos, pero, al final de cuentas, resultó que la realidad fue muy distinta; en Chicago trabajó en una industria donde ganaba 2.5 dólares la hora, pero sólo les daban ocho horas al día, las cuarenta horas reglamentarias por semana, sacaba, cuando mucho, 90 dólares por semana, porque a los recién llegados no les daban horas extras, mientras que en California ganaba menos, pero podía trabajar de doce a catorce horas al día, lo que permitía ganar más de 100 dólares a la semana; en Chicago llegó a trabajar para la ciudad, en Parques y Jardines, ganaba tres dólares la hora, el problema fue que el clima nunca le gustó.

En 1974, cuando regresó de Estados Unidos, le dije que me quería ir al Norte, mi papá se opuso, me dijo que tanto sacrificio y desvelo eran precisamente para que sus hijos estudiaran y no tuvieran que andar batallando en otro país, que a fin de cuentas los explotaban casi como esclavos.

Regresó a Estados Unidos, como todos los años, me dijo que me iba a llevar a conocer, pero hasta que pudiera arreglarme papeles, para que no me fuera de contrabando; pero yo ya me había puesto de acuerdo con mis amigos y, con su autorización o no, quería experimentar en carne propia lo que era el mentado Norte; no tenía ninguna necesidad, porque mi padre siempre trató de darnos lo que necesitábamos, además, para ese entonces, tenía dos años que había conseguido un nombramiento de maestro y trabajaba en la secundaria de San Diego; por eso me esperé a que llegaran las vacaciones de la escuela, me fui en agosto, junto con otros tres amigos del pueblo, rumbo a la frontera; pero no corrimos con suerte, la migra nos pescó varias veces y tubimos que regresarnos sin haber conocido Estados Unidos. Aún así, fue mi viaje de iniciación, y es el que tengo más presente.

Recuerdo que íbamos Chuy Echeverría, Miguel Ramírez y un hijo de Cirilo Rocha, supuestamente Chuy Echeverría ya había ido una vez y era el que sabía el famoso camino de San Marcos y Carlos Bad. Nos dijo que se llegaba a Tijuana, a la colonia Libertad, que desde ahí se veía un par de antenas y había que ir siguiendo la luz por entre los cerros, sin necesidad de coyote, porque sabiendo el camino todo lo demás era muy fácil.

Chuy nos dijo que para evitarnos el problema con los famosos cholos, que se juntaban en la colonia Libertad, nos íbamos a ir en la tarde, ya oscureciendo, para ver más o menos por donde íbamos a caminar. Caminábamos y nos escondíamos, luego nos asomábamos, pero en una de ésas nos asomamos Chuy y yo, y nos vio la patrulla de la migración y que se nos deja venir, buscamos donde escondernos, pero la migración encontró a dos, nosotros estábamos cerquita, escondidos como a cinco metros, entre los matorralitos, pero como sólo habían visto a dos personas, se contentaron con ellos, los agarraron y se fueron, lo malo fue que se llevaron al que conocía el camino; "pasamos un rato sin saber qué hacer, comimos y nos fuimos caminando para adentro, qué más hacíamos! Caminamos casi toda la noche, al poco rato todo eso era como una fiesta, nos encontramos muchísima gente, grupos completos que iban para donde mismo, nos pegamos a uno de esos grupos y los seguimos por un buen rato, cuando nos enfadamos seguimos por nuestra cuenta y nos metimos por entre una huerta de jitomates; ya para esto era de madrugada.

Esperamos que se hiciera de día, cuando por fin amaneció, pero un tanto ingenuos, para no perdernos, decidimos caminar por la carretera, no tardó una patrulla de la emigración en vernos, nos preguntaron que andábamos haciendo por ahí.

-Nada, respondimos.

-Entonces vámonos para México.

-Pos vámonos.

Qué más les decíamos!, nos sacaron luego  luego y, en la mañana, ya estábamos comiendo menudo en Tijuana.

Hicimos otros dos intentos de entrar, no encontramos a los que agarraron. Traíamos algo de dinero porque íbamos preparados, pero a los que agarraron los echaron al avión y los aventaron hasta León, Guanajuato. Así que para ellos se acabó pronto la aventura.

El otro muchacho se desanimó, ya se le estaba acabando el dinero

-Me voy a regresar, dijo.

-No, pues vámonos.

Nos regresamos.

Cuando mi papá se enteró me dijo, que si de verdad quería irme, fuera cuando comenzara la temporada de trabajo, en marzo, y no en agosto cuando el trabajo ya estaba por terminar.

Pedí licencia en la escuela y al siguiente año, en 1975, invité a otro amigo y nos fuimos, en marzo, junto con mi papá; él se fue hasta Soledad y a nosotros nos dejó en Tijuana, con Jesús Aldana, un coyote de San Diego, para que nos pasara, esta vez entramos sin dificultades, nos pasaron en una camioneta hasta Los Angeles, pagamos 300 dólares por cada uno; cuando llegamos mi papá ya me había sacado mica del Seguro Social, a mi amigo le dijeron que para darle seguro necesitaba comprobar que era residente legal, si no iba a ir la migra por él, como habíamos dado el domicilio donde estábamos no pudimos quedarnos, nos fuimos un mes a trabajar en la limpia y el desahije del betabel, a un ranchito que estaba a 30 millas de Soledad, trabajábamos desde las seis de la mañana hasta las doce del día, a esa hora pasaba la migra por el rancho, en su recorrido diario que hacía desde Salinas, los que no traían papeles paraban de trabajar y se escondían en una galera, se salían hasta las 3 de la tarde y trabajaban otras tres horas.

Cuando vimos que a la casa no se había presentado la migra, regresamos; trabajé un tiempo en el rancho, con mi papá, hasta que conseguí un mejor empleo, en una compañía deshidratadora de ajo y cebolla; en ese tiempo mi papá ya había iniciado los trámites para arreglarme los papeles; después de varias solicitudes nos avisaron que nos presentáramos de inmediato, antes de que cumpliera 21 años y fuera más dificil el trámite.

Ya legalizado fue más fácil conseguir trabajo, pero no había abandonado la idea de seguir estudiando; cuando regresé, en 1975, coincidió que en San Diego acababan de abrir una preparatoria; me inscribí de inmediato, seguí trabajando en la secundaria y en vacaciones me iba con mi papá por tres o cuatro meses a Estados Unidos.

Así estuve hasta que terminé la preparatoria, en 1977, y con el dinero que había ahorrado con mi trabajo de maestro en San Diego y de jornalero en Estados Unidos, me fui a estudiar agronomía a la Universidad de Guadalajara; al mismo tiempo hice intentos por cambiar mi plaza de maestro a Guadalajara, no pude y pedí licencia, pero sin trabajar.

Pero pasó que mis ahorros, que consistían en 20 mil pesos, se esfumaron, ya no tenía dinero para seguir estudiando y además, ya deseaba casarme, así que dejé de estudiar un año; en 1978 me fui de nuevo a Estados Unidos, ahora sí con una meta fija de antemano: ahorrar para casarme y seguir estudiando; cuando llevaba unos tres o cuatro mil dólares regresé, a los dos meses me casé. Regresé a trabajar a la secundaria de San Diego, sin abandonar los planes de terminar la carrera de agronomía; más tarde pedí mi permuta a Ocotlán y, al mismo tiempo, planeé mi reingreso al segundo año de la carrera, para esto primero tuve que cambiar la plaza, por una del turno vespertino en Jamay, desde donde hacía el recorrido todos los días hasta Guadalajara, para asistir a la Universidad, en un carrito que compré con el dinero que traje de Estados Unidos.

En poco tiempo, gracias a las conexiones políticas que tenía como maestro y a mi amistad con el presidente municipal de San Diego, le echaron un sablazo a la diputada de ese distrito, que tenía un buen hueso en el Departamento de Educación Pública; conseguí una plaza más cerca de Guadalajara: en Cajititlán.

En 1983 me recibí, por fin, de agrónomo y, para sorpresa de mis padres y amigos, decidí regresar de nueva cuenta a trabajar a Estados Unidos; recuerdo que todos se opusieron, pero tenía mis razones: nunca dejé de pensar en Estados Unidos, porque ya había comprobado que allá sí se podía ahorrar dinero, el mayor problema de la gente que va es que la idea de ahorrar es muy remota, no tienen la suficiente fuerza de voluntad , o la suficiente habilidad, para ahorrar lo que ganan, porque en general ganan mucho dinero, yo sabía eso y mi intención era comprarme un tractor, porque siempre había sabido de agricultura, y quería trabajar de eso aquí en mi pueblo, en mi tierra.

Para mis amigos fue una locura que yo me fuera a Estados Unidos, porque, de hecho, estaba en mi mejor momento como maestro, me había metido en la política sindical, en ese tiempo yo era el secretario general de toda la zona en el sindicato de maestros, era una excelente posición, porque en la zona centro éramos nada más 22 personas las que manejábamos todo el asunto político de la sección 47, eso era de mucho peso, porque los asuntos políticos se deciden en Guadalajara, no acá afuera, en los pueblos, en ese tiempo el secretario general tenía la facultad de opinar, a la par que el inspector, sobre los interinatos o propuestas de plazas, eso te daba cierto poder y mucha gente lo usaba para hacer dinero, pero como yo siempre consideré la situación de que me iba a ir a Estados Unidos, ni siquiera doble plaza tenía, por eso, para todo el mundo, era una tontería que me fuera a Estados Unidos de nuevo.

Yo sabía que el trabajo que iba a hacer allá era trabajo físico, que requería mucho esfuerzo, sin embargo, también sabía que si no me iba en ese tiempo jamás me iba a ir, así que con todo el dolor y la pena me fui a Estados Unidos al terminar mi carrera, en septiembre de 1983.

Llegué a Soledad, California, con Abel, mi hermano más chico, en ese entonces todavía estaba allá David, el otro hermano que había llevado al Norte por primera vez en 1976.

Al principio pizqué lechuga, hasta que se me ocurrió que la mejor manera de hacer dinero era con la  "corrida", en el Valle de Salinas, ésta consistía en seguir las pizcas de los diferentes cultivos de rancho en rancho; durante mis recorridos vivía en el carro, en un Volkwagen al que nomás le dejé el asiento del chofer y lepuse una tarima de madera, bien acolchonada para dormir, tenía hasta una estufa eléctrica en el auto.

Al pricipio tuve que soportar las burlas de mis amigos de San Diego, se reían de mi porque había pasado la vida estudiando para terminar pizcando lechuga como ellos; recuerdo que no me molestaban gran cosa las burlas porque tenía un argumento bastante simple para callarlos: estaba ganando buen dinero, en un momento en que no se podía trabajar en México, porque la recesión económica estaba en su etapa más crítica.

Lo único que no me gustaba de las corridas era que tenía  que andar de un lado a otro, eso me impedía estar en la escuela, por eso cuando pude, lo pimero que hice fue estudiar inglés, porque sabía que era la base para conseguir mejores empleos; lo que aprendí en la escuela en México me sirvió, sin duda, pero allá la gente me juzgaba por el acento, porque si tu llegas hablando trabado y con acento mexicano, te ven como alguien que no sabe hablar inglés y que no puedes hacer nada, al menos ese es el complejo que a uno le provocan.

Tenía un año trabajando en las corridas cuando mi papá, ya cansado, por 20 años de regador, se jubiló en Estados Unidos, aproveché y me quedé en su lugar durante tres años; con ese trabajo pude ahorrar más, pronto compré una casa en San Diego, además de la que ya tenía en Guadalajara, en Residencial Poniente.

El trabajo en el riego me permitió, además, estabilizarme, me puse a estudiar cuanto se me ocurrió: cursos de mecánica, soldadura, laminado y pintura, escritura y redacción, filosofía y hasta un curso de educación para maestros, llegó un momento en que sentí que podía entender y escribir perfectamente el inglés, pero seguía con problemas para hablarlo; aún así, y a pesar de que tenía un buen trabajo, movido por la idea de progresar, me metí a trabajar como mecánico, durante ocho meses, sin dejar de buscar en los periódicos una oportunidad para encontrar un mejor empleo.

En una de esas ocaciones salió un anuncio donde decía que el Departamento de Agricultura, del condado de Monterrey, California, estaba solicitando técnicos agrícolas para que ayudaran a varios investigadores en diferentes tareas, me animé a llenar una solicitud y, para mi esposa, a os pocos días, después de que me hicieran una evaluación, me contrataron. Recuerdo que la evaluación fue muy simple, me pusieron a identificar plantas, calcular la dosis de insecticida, cosas muy elementales, comparado con todo lo que había estudiado en México, además requería experiencia en la agricultura, plantas y cultivos y en el manejo de maquinaria agrícola; mi certificado de estudios, que demostraba todas las materias que había cursado, y mi experiencia como regador me sirvieron mucho.

Trabajé para unos investigadores de la Universidad de California, me pagaba el Departamento de Agricultura del condado de Monterrey, fue un trabajo interesante, era un grupo de siete personas donde había investigadores de renombre internacional en entomología, herbicidas, herbicultura, irrigación y fertilizantes; al principio, en términos económicos, no era el mejor trabajo que había tenido, ganaba entre diez y doce dólares la hora, el problema es que no podía trabajar más de ocho horas al día y se me descontaba mucho por impuestos, con el tiempo me gané su confianza y me empezaron a llamar, los fines de semana, para hacer trabajitos a los rancheros del condado, con eso pude mejorar la paga. Tenía un año trabajando con ellos cuando cumplí los cinco que había pensado estar, ahorrara lo que ahorrara, pero, me encontraba tan agusto en el mejor trabajo que había tenido jamás, que decidí quedarme seis meses más.

En diciembre de 1989 avisé que iba a dejar el empleo porque quería calarle a salir adelante en México; probablemente no funcione, me acuerdo que pensé, pero tengo que intentarlo; uno de los investigadores me prometió un trabajo mejor, otro me dijo que si regresaba a Estados Unidos, así fuera por una semana o dos, con ellos tendría trabajo seguro,

Desgraciada o afortunadamente decidí venirme porque se había cumplido el plazo que me había impuesto, además tenía deseos de estar un tiempo en México, no sé si vaya a volver algún día; en diciembre de 1992 cumplo dos años de que regresé; me vine a trabajar en la agricultura, el primer año me fue mal, invertí mucho dinero y, a pesar de que tuve buena cosecha, definitivamente gasté más dinero del que gané, pero voy a volver a sembrar este año y espero tener mejor suerte.

Las tierras que actualmente tengo son las mismas que mi papá compró en 1964, gracias al norte, y que vendió, en 1970, porque nunca le sacó ningún provecho o beneficio.

En 1988, esas mismas tierras las compramos entre dos hermanos y yo, porque aquí tu vales más si tienes, especialmente biences raíces, tener tierra da prestigio. Uno de mis hermanos quería comprar suelo para vivienda pero lo convencí de comprar tierra para sembrar; cuando vivíamos juntos en Estados Unidos nos iba bien a los tres; David es, actualmente, encargado de una empacadora de papas; Abel, el menor, lo metí a trabajar como regador en el rancho, ahora está como soldador.

Me acuerdo que de las tierras platicábamos diario, siempre con la ilusión de progresar, mis hermanos siguen en el Norte, vienen temporalmente, su intención es venirse definitivamente, porque ellos bien saben que aquí eres algo y allá no eres nada, no importa qué trabajo tengas, por muy bueno que sea, ellos, por ejemplo, tienen buenos trabajos, pero aún así no son nadie.

Buscamos unas tierras buenas que se vendieran, nos enteramos que el compadre de mi papá quyería vender las suyas, como conocíamos el terreno, porque había sido de mi papá, sabíamos que era bonito el lugar, así que lo compramos; pagamos diez mil dólares de contado y cinco mil dólares cada seis meses, en total fueron 40 mil dólares.

Antes de venirme nos trajimos un tractor, varios vehículos y equipo e implementos agrícolas, por eso desde que llegué me dediqué de lleno a la agricultura, sembré cerca de 40 hectáreas, todas con maíz porque existía una gran demanda de pastura en el mercado local, pero el año fue difícil; como agriculor considero que le di buen trato al terreno, que le metí mucho dinero, pero no hubo los resultados previstos, en primer lugar porque la lluvia se retrasó, comenzó a llover en julio, y una vez que comenzó no dejó de llover hasta septiembre, aún así tuve una buena cosecha, pero cuando tenía todo tirado para comenzar a moler, el día seis de enero, se vino la lluvia y mojó toda la cosecha, estuve a punto de perderlo todo, debía 45 millones de pesos, al siguiente año volví a sembrar pero me moderé en los gastos.

Fui invitado a participar en la campaña política con una de las fracciones del PRI dentro del municipio, como sabían que me gustaba la política y que tenía prestigio, porque era un migrante que había terminado mi casa con lo del Norte, y era uno de los pocos que podía llegar del Norte y soltar de 30 a 40 millones de pesos de un momento a otro. Las elecciones fueron reñidas porque una de las fracciones del PRI se fue al PAN, pero el PRI ganó, a pesar de perder las tres casillas del pueblo, ganamos gracias a los votos de los ranchos. Don Jesús Hernández, también migrante, quedó como presidente municipal y yo como secretario de la presidencia de San Diego de Alejandría.